Atalaia

Isaac Cordal
 Isaac Cordal
Pontevedra (1974)
Vive e traballa en: Bruselas (Bélxica)

O fracaso da persoa ou os muchachos de cemento [Fragmentos]

Los muchachos de cemento de Isaac Cordal retratan las visiones del desamparo de hombres y las mujeres comunes. Con las manos en los bolsillos o al pie de una alcantarilla, realizando actividades domesticas como esperar un autobús, hablar por teléfono, volver con las bolsas de la compra, convertidos en hombres de traje gris a los que les robaron no solo el mes de Abril. La diáspora generada por la inestabilidad, la emigración y el desempleo, da lugar a hombres y mujeres sin posibilidad de autogestionarse, sin casa, sin trabajo, con maletas, cabizbajos ante los escaparates, en las aceras, insignificantes y sólidos camuflados con el cemento, sentados en bordillos y escalones que a su escala parecen abismos. Su expresión cenicienta se sustenta en pies pesados como el plomo. Como un retrato psicológico del sujeto contemporáneo las figuras de Isaac Cordal aparecen por doquier generando microescenas en lo alto de un muro histórico, en la sección de una tubería, en el alfeizar de una ventana, en la puerta trasera de un museo, en un charco. La precariedad de estas estatuillas anónimas, a la altura de la suela de los transeúntes, representan los restos nómadas de una demolición. Mimetizadas con un entorno urbano, adosadas a la piel asfáltica y a la ciudad-hormigón, su destino va con los escombros. Su resistencia en la jungla urbana si alguna imagen nos trae a la mente es la de los supervivientes del 11S, envueltos en el polvo gris de las torres caídas, la imagen que fue descrita como “apoteosis de la postmodernidad”.

El escritorio como trinchera o hundidos entre los cojines

De mudanza de los cuentos infantiles a una ciencia-ficción inquietante por su semejanza con una realidad que día a día es invadida por andamios y cuadrillas de obreros, ya no tenemos la certeza de estar haciendo obras de construcción o de destrucción. La lluvia se reduce a un comando que no va a afectarnos en el interior de nuestro refugio climatizado desde el que podemos trabajar, hablar con amigos y hasta enamorarnos. Uno se acostumbra a tener, una a una, todas las aventuras sin levantarse de la silla y a realizar excursiones al afuera sin salir de la habitación porque reducida la experiencia de ver mundo a una pantalla de plasma, el enemigo es el exterior.

De la manifestación a la ciberprotesta, de las reuniones de bar al hacktivismo, del código postal a una URL, del plano de la ciudad al google maps, en pocos años hemos sustituido la realidad por su representación o por una hiperrealidad que nos sobrepasa y desplaza la persona a un operador, la casa a una la web site, el diario debajo de la almohada a un blog, la calle al mail, la carta al msn, el encuentro al link, la conversación al chat, la espera a la inmediatez, las indicaciones de un vecino al GPS.“Si retrocedemos 15 años y sacamos las manos de los bolsillos, apenas tendríamos una referencia electrónica entre nuestras pertenencias. Hoy nos comunicamos con el coche, con el cajero, con el autobús, con la familia… por medios electrónicos. Esto implica que a veces nos sintamos estropeados si algo no funciona”.

Mientras la intimidad se autopublica hasta su inmolación, el escritorio no puede ser una trinchera si en él no se escribe o, peor aún, ya no se siente lo que se escribe. Adormecidos sobre un cojín de silicio por el rum rum del ordenador y un teclear mecánico, nos limitamos a postear y hacer click, modificar hasta el infinito los documentos virtuales de una oficina sin papel y sin horario restringido. Allí donde abrimos la cubierta del portátil establecemos nuestro espacio que no llega a constituirse en lugar. La post-era televisiva se presenta aún peor que los programas de sobremesa, transformando el mundo en una página repleta de ventanas a un exterior sin adversidad al que sólo sabemos acceder con pins y contraseñas varias, burlando los peajes tecnológicos en una sucesión interminable de accesos aceptados y denegados, saludando internautas que no recordamos cuándo fue la última vez que vimos, que quizá nunca conocimos en persona.

Hundidos entre los cojines, un salvapantallas evoca los días de sol mientras devenimos seres temerosos de asumir no se sabe qué culpa. Bienvenidos al narcisismo que enuncia Colette Soler, “narcisismo sin vergüenza en su voluntad de goce, que ni siquiera requiere justificar el cinismo que sustenta, puesto que la moral actual lo impone”. La rebeldía requiere no una ilusión, sino una emoción. Lo contrario a lo que cada día más producimos. La época nuestra, despojada, saturada, rodeados de trincheras-montañas de basura electrónica ni se pregunta ¿para qué sirven los aparatos? Además de para crear el campo magnético del empleado en una ferretería o reproducir objetos de baja calidad para su venta en los establecimientos chinos o procrear engendros que llamamos instalaciones sonoras. Todo bajo el control de un ente sin identificar al que en cada momento uno de nosotros le pone cara.

Estas son algunas de las preocupaciones que han acrisolado la trayectoria de Isaac Cordal de un entorno multimedia a un proyecto cuya fisicidad pone en crisis las consecuencias de una conquista cibernética arrolladora. El artista se adelanta a la desolación de un futuro incierto y nos muestra lo que queda tras el apagón digital. Enciende y quédate ya no será la consigna de los espectadores para ver el fin del mundo a tiempo real desde la ventana de sus casas ni desde la pantalla de sus ordenadores. Acusados de soledad tras la epoca de la hipercomunicación quedaran como testigos unos trajeados náufragos con flotador en los bordes de la autopista y una mujer leyendo en el sofá a la intemperie. Quizá la última emoción estética vista desde los ojos de un niño despeinado de 12 años o de un artista será su conversión en estatua de cemento a un palmo del suelo que sin batería para el ipod tararea con nostalgia un bolero que dice “sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor”.

Vanesa Díaz Otero

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